martes, 29 de septiembre de 2015

Llegar tarde al tren


Llegas tarde al tren. Pierdes el aliento en la carrera para alcanzarlo. No lo consigues. Llegas a la estación y oyes el silbido del tren como una carcajada directa hacia ti...
Gastas tu último átomo de oxigeno subiendo la escalera mecánica, la que normalmente se usa para bajar, pues la de ascenso está estropeada y además cuajada de gente del último viaje. Por fin, llegas al andén, la máquina ya está en marcha. Corres. No puedes más. ¡Oh! El revisor te ha divisado al fondo. Pura suerte. El cansancio se evapora por un instante. ¡El tren se detiene! No te lo crees. No te crees que eso te esté pasando a ti. ¡Pero así es! Sientes que hoy es tu día. Sientes que el esfuerzo, el carrerón, el atropello ha valido para algo. Y subes al vagón. Ya estás dentro. Ya no necesitas andar como un loco, corriendo. Ahora buscas tu asiento. A ver... Sí, por aquí. Es en este lado. ¡Ah, lo encontré! ¡¿Cómo?! ¡¿Ocupado?! ¡Pero si es mi asiento, lo pone en mi billete! Ah, amigo... Qué suerte parecías tener. Y en realidad la tienes. Crees que el destino o alguna alineación astral se está burlando de ti. Te sientes como en una cámara oculta. Ah, amigo, corriste y echaste la lengua para coger ese tren... ¡¡Pero es que ése no era el tuyo!! Por suerte has olvidado tu llavero de navaja multiusos, porque así te has evitado unas lesiones en tu abdomen y en tu cráneo, fruto de un suicidio frustrado por darte cuenta de lo ridículo de tu ser y lo desastroso de tu despiste. Pero no has muerto. ¡¿Aún crees que tu error es transcendente y garrafal y que eres el ente más estúpido del mundo animal?

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